Tuesday, January 20, 2009

El coleccionista de epitafios.






Justo a la mitad de la ruta que Carlos Onteros diariamente recorría entre el barrio de Manrique y la Universidad Nacional se encuentra ese viejo jardín en el que todos los habitantes de la ciudad, tarde o temprano, eran llevados para dejar la primera y última de sus pertenencias. El cementerio de San Pedro era para el joven estudiante un lugar que prefería evitar, siempre recordando las historias que su tía Ana Belén les contaba a él y a sus hermanos sobre aquel macabro lugar en el que, según decía, los cuerpos de las difuntas se levantaban de sus sepulcros para perseguir a los vivos y castigar la crueldad de los hombres. Poseedora de una desbordada y lúgubre imaginación, la tía nunca repetía la historia de alguna de esas mujeres sacrificadas y, como una odalisca árabe, sus palabras mantenían cautivos a todos sus sobrinos, quienes poseídos por una combinación de curiosidad y espanto preferían permanecer en la mesa antes de entrar en las tinieblas de sus habitaciones.

El tiempo había pasado ya, pero algo de aquellas noches quedaba en el universitario que prefería atravesar la muy transitada Avenida 51 antes de pasar frente al mítico panteón. Incluso en lo posible trataba de no mirar el gran portón negro ni con el rabillo del ojo, parte del cuerpo que, según la tía, tenía el don de percibir a las pálidas siluetas de las almas en pena. Sus compañeros de la facultad, quienes en más de una ocasión notaron el nerviosismo de Carlos al acompañarlo de vuelta a su casa, se burlaban con cierta extrañeza de sus supersticiones. Las leyendas de sobremesa que roban el sueño a los niños aparentemente no tenían por qué seguir afectando a un notable estudiante en ciencias. A pesar de las preguntas sarcásticas, el muchacho prefirió guardar para sí mismo la explicación de sus miedos. Nunca quiso contar el terrible desenlace de la tía Ana, quizá por temor a revivir en sus recuerdos la tarde en la que, al regresar de la escuela, encontró el cuerpo tal y como aparecería al día siguiente retratado en la nota roja.

A partir de entonces, Carlos vivió bajo la sospecha de que Ana Belén regresaría al mundo de los vivos para protagonizar alguna de sus leyendas. El muchacho parecía estar condenado a la amenaza de una ficción con firmes aspiraciones de realidad. La terrible suma de un puñado de leyendas y una experiencia traumática resultaron dándole a Carlos una juventud tan temerosa de la muerte como de la vida. Su éxito como estudiante tenía el alto precio de la soledad y la ausencia de juegos. Desde la muerte de la tía, el muchacho marcó una distancia con sus hermanos, actitud que llevó a los salones de clase y ante cualquier grupo de personas con las que inevitablemente tenía que pasar los días. Si los estudiantes de la universidad se reunían los jueves después de clase en el Parque de los Deseos, era ya conocido por todos que siempre contarían con la ausencia del mejor promedio en la historia de la Facultad de Ciencias. Podría asegurarse que el muchacho solo tenía interés de convivir con sus pensamientos.

Pero llegó el día en el que las cosas dejaron de ser así. Ocurrió en su habitación, justo encima del viejo y colosal escritorio en color nogal, herencia de algún vecino errante. Ahí pasaba horas haciendo las tareas con especial dedicación, así como preparando cada examen como si el resultado de esas pruebas definiera el destino de la humanidad. En esa ocasión se quedó dormido sobre el voluminoso libro de ecuaciones que repasaba religiosamente como si se tratara de un monje erudito del cálculo diferencial . Su cansancio lo venció, arrastrándolo hacia el sueño que lo cambiaría todo.

Se encontró con ella en medio de las sombras. Estaba luciendo un semblante sereno y vestida con una elegancia que nunca se le conoció mientras estuvo viva. Su imagen era tan distinta a aquélla que Carlos mantuvo en la memoria desde el día de su muerte. La tía Ana lo miraba con una seguridad capaz de perforar a un escudo de hierro. Carlos sintió pánico. Aunque hubiera querido despertar, el sueño lo retuvo. Ana Belén se acercó, despegó violentamente su mirada de los ojos del muchacho para dirigirla hacia un punto inexistente. Entonces, con una voz empolvada arrojó estas palabras:

“A merced de sus designios, somos siempre esclavos de los sueños. Deciden por nosotros sin preguntarnos si estamos de acuerdo. Si el sueño es un como un padre generoso, nos dará aquello que siempre hemos deseado. Pero a veces será un tirano cruel y nos hundirá en terribles pesadillas. En otros casos, nos revelará secretos que nunca imaginamos sobre el universo que nos habita. Puede pensarse que no hay problema, que son sólo sueños, que no pasa nada una vez que despertamos. Pero, ¿ acaso nuestro mundo es muy diferente a ellos?, ¿ no es nuestro Dios un amo que nos mantiene atrapados en ese sueño mayor que llamamos realidad ?”

Carlos quedó paralizado. No encontró nada sensato qué decir. Pensó que la muerte le había robado a su excéntrica tía la poca cordura que en vida le quedaba. De pronto, como si presintiera que el muchacho fuera a escaparse, Ana volvió a atraparlo con la mirada como si un anzuelo retuviera a un pececillo boquiabierto.

“Pero ahora estás aquí con otro propósito, querido Carlitos. En este encierro aprenderás a romper las ataduras” Ana lo tomó de la mano apretándolo gentilmente, pero con suficiente fuerza para no dejarlo ir; tarea bastante difícil considerando que Carlos lo único que deseaba en ese momento era salir de esa situación y regresar a su mundo de cómodas rutinas. La mujer lo llevó por una escalera que descendía en espiral hacia un sótano lejano, lugar del que venía la única luz de aquel sitio. Carlos notó que, en la medida que bajaban por el abismo, los escalones anteriores se desvanecían evitando un posible regreso.

Finalmente llegaron hasta el fondo. Era una enorme galería iluminada por docenas de sirios que rodeaban el sitio como miembros de una secta oculta. En el centro, una larga mesa se extendía desde la puerta de acceso hasta la pared del fondo. Sobre de ella se encontraban cientos de libretas en pasta dura, cuidadosamente ordenadas en grupos de siete y amarradas por listones negros. Ana Belén tomó el primer grupo, desató la cinta de una de sus libretas y le enseñó a Carlos las notas escritas en aquellas hojas frágiles y amarillientas. Poco a poco fue mostrándole una a una mientras la sorpresa se apoderaba de su joven invitado. Ahí estaban escritos los relatos que Ana ya no alcanzó a contar a sus curiosos sobrinos. Carlos descubrió cómo en cada libreta se narraba la vida de mujeres que habían terminado sus días violentamente o en absoluta soledad. Entendió que las historias estaban minuciosamente catalogadas. Primero, encontró los relatos de doncellas suicidas a quienes la rigidez de épocas pasadas les negó la posibilidad de amar. Después leyó las biografías de heroínas incógnitas que en silencio salvaron a la humanidad de la insensatez. Eran cientos de esposas y amantes que cedieron su lugar en los libros de historia; nombres sin un espacio en la memoria de las naciones. Continuó leyendo otros grupos de textos. Jóvenes de vocaciones frustradas por sus padres; artistas plagiadas, poetisas, pintoras, escultoras; series completas de muchachas convertidas en artículos de consumo. El catálogo parecía extenderse hasta el infinito. Ana Belén había construido una genealogía de penitentes que pagaron por el pecado de Eva.

Al final de la mesa una libreta permanecía separada del resto. Carlos la tomó. En la pasta aparecía el nombre de su tía. Al momento de abrirla, escuchó un grito ensordecedor. El muchacho dejó caer la libreta por el sobresalto. Al voltear, descubrió que Ana estaba en el piso derrumbada sobre un lecho de lágrimas. Carlos se acercó. La tocó en el hombro repetidas veces buscando darle consuelo. De repente, cuando más parecía ignorarlo, ella le enseñó su rostro. Ahora su cara era otra, de un semblante viejo y cansado. Su piel se había convertido en un mapa del dolor humano. Sus ojos, antes castaños e inquietos, ahora aparecían completamente en blanco y sin vida. Carlos estaba aterrado.



Fue el momento cuando el muchacho salió violentamente del sueño. Pudo recordarlo todo, cada detalle. Su memoria contenía todas aquellas gotas de sangre. Se sorprendió al notar que sólo habían pasado unos pocos minutos. La eternidad cabe en la gruta de Hipnos.

Esa misma tarde, poseído por una curiosidad superior a sus temores, Carlos Onteros salió de casa y caminó con rapidez por la calle 49 en dirección sur. Calculando la ubicación de su destino dobló a la derecha por un callejón que jamás había transitado, excluido hasta ese momento de su rutinario camino hacia la escuela. Acertó en llegar por una ruta más corta. Ahí estaba, decidido a cruzar por primera vez el enorme portón negro del cementerio de San Pedro con el firme propósito de encontrar el sitio en donde los restos de su tía habían sido dejados.

Atravesó el umbral y no pudo evitar el asombro al encontrarse con un enorme jardín en forma circular habitado por ángeles petrificados y plañideras eternizadas en metal. En otros rincones, mujeres de mármol vestidas con largas túnicas permanecían postradas a los pies de epitafios que listaban dinastías enteras. A su paso se maravilló con las columnas que suportaban el peso de magníficos mausoleos, vestigios de la abundancia que los muertos no pudieron llevarse. Conforme fue avanzando, notó que la suntuosidad de las tumbas en el centro de la necrópolis contrastaba con la sencillez de las criptas ubicadas en el pasillo que rodeaba al jardín en una dantesca división del espacio que marcaba diferencias entre un círculo y otro. En aquéllas, las tumbas más pequeñas adosadas a los muros, el recuerdo del difunto se expresaba a través de una enorme variedad de flores y regalos colocados en sus placas.

Una tumba en particular llamó la atención del visitante. Pertenecía a una niña fallecida a la edad de cinco años. En ella, varias muñecas estaban colgadas con estambres de muchos colores. También cubrían la placa fúnebre numerosas fotografías familiares en las que aparecía la pequeña niña de inocente sonrisa y brillantes ojos repletos de vida. A pesar del reducido espacio había también una tarjeta escrita por los padres despidiendo a la pequeña peregrina.

“…estrella fugaz en el firmamento de nuestros días, una parte de nosotros se va contigo y la que nos queda se duele por tu despedida…”

Siguió avanzando hasta encontrarse con un obelisco blanco. Al pie del monumento permanecía postrado el cuerpo de una mujer de piedra, ahogada en llanto, con una túnica que la cubría desde los pies hasta su rostro. Carlos se estremeció al leer el epitafio.

A
José Maria Amador U.
muerto
el 18 de Noviembre de 1893
a la edad de 24 años.
Su madre
Que confía en Dios consolador.

Recordó entonces la estampilla con una foto de La Piedad que su madre durante varios años conservó en casa. Pero a la imagen que ahora tenía enfrente le faltaba el hijo en brazos. El concreto de la cripta y el Estigia los separaba irremediablemente. En cambio, la escultura de esa madre sostenía una rosa. “Somos como el brote de una flor que al nacer le cortan el tallo”, pensó. “Vivir es un lento marchitar entre la juventud de rojos destellos y la vejez de oscuros pétalos”

Finalmente se encontró con una loza notoriamente sencilla. Las letras grabadas en ella estaban llenas de tierra. Notó una cuarteadura que se extendía a lo largo de aquel bloque. El abandono y la falta de visitas eran evidentes.

Ana Belén Uribe
1944-1989
Con amor
a la vida llegaste
y por amar
la muerte te ha llevado.

Una delicada hierba de intenso color verde había nacido en la grieta. Como si fueran ramas de olivo, anunciaban discretamente un triunfo: la persistencia de la vida. Carlos se quedó ahí parado durante un tiempo incalculable. Después, se sentó en la escalinata del mausoleo a sus espaldas. Al fondo, unos ángeles de bronce lo observaban con sigilo.

Apoyó su cabeza sobre las manos. Las yemas de los dedos percibieron la dureza de los pómulos bajo la piel. Después recorrieron el contorno de sus ojos. En la mente reconstruyó la forma de su cráneo.

“Muerte, ¿ por qué temerte si ya habitas dentro de nosotros?”

Al decir esto imaginó cada uno de los huesos de su cuerpo, hoy huéspedes de la carne, mañana, residentes de algún sepulcro.

El cementerio de San Pedro cierra diariamente a las 5:30 de la tarde. Quince minutos antes, Carlos salió del lugar. Dobló a la derecha por la Avenida 67 en dirección al Parque de los Deseos. Antes de llegar a su escala final, pasó a comprar la primera de cientos de libretas que usaría desde ese momento hasta conseguir su primer publicación diez años después. La pluma de Carlos Onteros no se detuvo por varias décadas, al tiempo que su epitafio era grabado por el cincel de los años anteriores a su partida.