Friday, June 18, 2010

Del Mito a la Historia




En una de sus célebres conferencias impartidas en 1977, Jorge Luis Borges, al hablar sobre la verdad histórica de Buddha, recordaba una discusión que tuvo con amigo suyo que era budista zen. El escritor argentino le preguntaba ¿ por qué no creer en el príncipe Siddharta, que nació en Kapilayastu quinientos años antes de la era cristiana ? A lo que el budista respondió “Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en la Doctrina”, agregando después que “creer en la existencia histórica del Buddha o interesarse en ella sería algo así como confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton”

Una respuesta como ésta bien podría utilizarse en referencia al mensaje transmitido por los mitos. A pesar de los grandes esfuerzos por parte de los defensores del simbolismo, el mundo contemporáneo ha reducido el mito a sinónimo de mentira. Al hacer esto, ¿ no habrá pasado por alto el mensaje contenido en aquellas narraciones al negar la posibilidad textual o histórica de los hechos que se relatan? Sin embargo, a pesar de que ha predominado el pensamiento directo en nuestras sociedades, resulta interesante observar cómo los mitos han logrado sobrevivir gracias al poder de su significación. A pesar de que nuestra Ciencia nos ha aproximado a una explicación sobre el origen del hombre, el mito del Génesis y otros mitos del origen presentes en todas las tradiciones no han perdido vigencia como representación de ese lejano momento en que el hombre se distinguió del resto de las especies. Incluso la Historia , la Ciencia y las ideologías del siglo XX han abrevado de los ríos del imaginario mítico.


Por ejemplo, como lo ha demostrado Georges Dumézil, el relato de la fundación de Roma transmitido por el historiador Tito Livio no es más que un mito sumamente arcaico. Esa “verdad histórica” que durante años fue enseñada en las escuelas europeas resulta más real como un símbolo de identidad que como un hecho concreto. Al ser comparado con todas las tradiciones de origen indoeuropeo desde la India hasta Irlanda, Dumézil explica cómo las situaciones en la narración , los atributos de los personajes y sus denominaciones filiológicas son los mismos que pueden rastrearse en los mitos germanos, escandinavos, celtas, indios y caucásicos. A partir de estas semejanzas, Dumézil descubre como elemento común en las ideologías de origen indoeuropeo el hecho de que tanto el mundo como la sociedad subsisten gracias a la colaboración armoniosa de tres funciones : la soberanía, la fuerza y la fecundidad. Cada una de estas fuerzas está representada por dioses, como en el caso de la tradición védica de la India, o por personajes legendarios, como es el caso de la Roma antigua.


Para la teología védica, Mitra y Varuna, creadores y organizadores del mundo, representan el nivel de la soberanía. En el caso de la segunda función, la representación recae en Indra, dios guerrero y conquistador. Finalmente, la fecundidad estará simbolizada en los gemelos Nasatya, donadores de salud, de juventud, de riqueza y de dicha. Para la Roma antigua, las mismas funciones fueron encarnadas en la personalidad de reyes: Rómulo, el semidiós creador de la ciudad que lo acompañan hachas, varas y ligaduras; Numa el sabio creador de leyes y de cultos; Tulo Hostilio, el jefe guerrero que a través de la milicia otorga el poder a Roma; y finalmente Anco Marcio, rey bajo el cual se desarrolla la riqueza comercial.


La teología védica reconocerá entonces estos elementos como parte de una tradición mítica, mientras que la Roma de Occidente les otorgó un carácter histórico. En estos elementos encontramos una diferencia de enfoque entre lo que llamamos Oriente y Occidente con respecto a la tradición, aspecto que para el segundo sin duda tendrá un eco en la interpretación histórica de los “hechos” relatados por la tradición judeocristiana . Negar la existencia histórica de los personajes bíblicos es derribar por completo a la teología del pueblo de Israel.


Así encontraremos que en la Antigüedad, como en el ejemplo védico, no había diferencia entre historia y mitología. Los personajes históricos seguían el ejemplo de los héroes y de los dioses presentes en el mito. Y es aquí donde encontramos parte de los males de nuestra sociedad actual, ya que como lo expresó Mircea Eliade, el hombre moderno “ descuidó una de las principales características del mito: la que consiste precisamente en crear modelos ejemplares para toda una sociedad” El mito, al ser narrado en un “tiempo otro” que está al margen del devenir histórico es siempre vigente en su contenido. Regresando a lo dicho por Eliade “ Siempre se es contemporáneo de un mito desde el momento en que se recita o se imitan los gestos de los personajes míticos ”En contraposición a esta actitud de vida, el hombre occidental moderno ( forjado en la tradición grecolatina por un lado, y judeocristiana por el otro ) decide estar solo y de cara a la Historia. Ha preferido dar la categoría de “verdadero” solo a aquello que puede demostrar dentro del pequeño espacio de tiempo que le ha tocado vivir. Es notable su interés desmesurado por la historiografía: el hombre actual es definido como ser histórico, condicionado a su tiempo. Ha sacrificado sus modelos míticos y los ha reemplazado por la búsqueda de un éxito individual y así, el Ulises de nuestros días navega en línea recta. Ha olvidado el regreso a Ítaca y se precipita hacia la nada.

Thursday, April 8, 2010

D.F.

Ciudad de México. Laboratorio de contradicciones en donde toda aspiración de mantener el orden termina siendo reducida a una esperanza de administrar el caos.

Monday, March 22, 2010

El génesis del símbolo




Pensemos en el nacimiento de un ser humano. En forma dramática su cuerpo es arrojado de un ambiente abundante en nutrientes y calor a otro en donde los nutrientes dejan de ser permanentes y el clima es variable. Su única posibilidad de supervivencia dependerá de ahora en adelante en la presencia de la madre o de otro ser humano que asuma esta función, iniciando una dependencia social. El nacimiento no es otra cosa que un cambio radical de universos. Del universo total que es el vientre materno, al universo hostil e ilimitado que es la realidad o “el mundo de afuera”. La madre deja de ser el cosmos para convertirse en otro individuo, proveedor de alimento y cariño, pero sobre todo es la imagen nostálgica de lo que fue. Para Freud, esa nostalgia del amor materno será el origen de todo el comportamiento humano a lo largo de la vida. El cambio de universos será la constante del hombre a partir de su nacimiento: de la residencia en el vientre materno a la infancia, de la niñez a la adolescencia, de la juventud a la madurez y a la vejez, y así hasta nuestra partida definitiva. Cada paso del hombre de una etapa a otra guardará una relación ineludible con ese primer paso que fue su alumbramiento.

Vayamos ahora al momento portentoso en el que una nueva y singular especie animal tuvo su origen. Imaginemos que el nacimiento al que nos referimos no es el de un individuo, sino el de la especie humana hace unos 50 millones de años. Los primeros pasos del homo sapiens sufrieron un proceso análogo al bebé del que hemos hablado. Por razones ampliamente estudiadas y debatidas, el hombre empieza a distinguirse del resto de las especies principalmente al tomar una postura diferente del resto de sus cohabitantes. El hombre que empieza a andar erguido se enfrenta a una realidad apabullante. Es el paso del equilibrado estado gobernado por los instintos al estado en que reconoce sus limitaciones y su finitud; es decir, es la llegada a un estado de conciencia de la realidad. Aparece la angustia como una respuesta al descubrimiento de un horizonte invadido por fenómenos que no pueden explicarse. En palabras de Blumemberg, la condición humana se encontrará sometida al “absolutismo de la realidad” El nacimiento de cada ser humano es una recreación de aquel gran nacimiento de nuestra especie. En el llanto de cada recién nacido está el angustioso eco de la humanidad entera de cara a una realidad que lo domina.

Como ya se ha mencionado, esta condición nueva del hombre primigenio en su ambiente está dada principalmente por una perspectiva insólita en el mundo animal generada por su postura erguida. Sin embargo, otro factor importante señalado por Blumemberg pudo ser no solamente el cambio anatómico, sino un radical cambio de medio ambiente. La migración de los grupos homínidos de la selva a la estepa pudo ser otro elemento dentro del rompecabezas que definió lo humano. Es el paso de un entorno lleno de abundancia, como lo es la selva ( semejante al vientre materno en nuestra analogía ) hacia un ámbito como la estepa en el que las capacidades de supervivencia son puestas a prueba. En esta circunstancia de cara a nuevas condiciones de vida por ser asumidas, dejando atrás la protección de la selva para, en un ambiente en el que las exigencias eran mayores, es necesaria la capacidad de prevención del peligro, la necesidad de anticiparse a lo que todavía no sucede y de imaginar aquello que no puede verse en el horizonte. En ese proceso el hombre toma conciencia de su finitud. Al tiempo que la visión del horizonte que ha dado su nueva postura vislumbra el firmamento de una forma distinta, también el hombre da lugar en sus pensamientos a la visión de un futuro inevitable, reconociendo a la muerte como un elemento inminente. Es un hecho que en semejante circunstancia la especie humana logró desarrollar un mecanismo de supervivencia, un elemento mediador para soportar esa situación de angustia. La permanencia del hombre dependió de la superación de semejante reto. En palabras de Roger Bartra, fue necesaria la aparición de una “prótesis cultural ( de manera principal el habla y el uso de símbolos) que, asociada al empleo de herramientas, permite la sobrevivencia en un mundo que se ha vuelto excesivamente hostil y difícil “

En otras palabras, de acuerdo con Bartra, el origen de lo humano está en una deficiencia ( ausente en otras especies ) que es compensada por funciones cerebrales de índole cultural. El sistema neuronal reconoce la deficiencia y depende entonces de un elemento externo a su organismo para poder seguir operando. Bajo esta visión, lo humano no puede entenderse analizando únicamente las funciones neuronales en forma puramente orgánica, sino deben analizarse los elementos externos que obligaron al cerebro a adoptar esa prótesis cultural ( ¿ artificial ? ) para restablecer el equilibrio del organismo. Estos elementos han sido los componentes de lo que Bartra llama el exocerebro humano. Siguiendo a Gilbert Durand, sus observaciones no son del todo distintas. El homo sapiens es un ser vivo inmerso y dependiente de la cultura. El desarrollo definitivo del cerebro se dará solamente mientras exista una educación cultural. Para Durand “ existe ciertamente una naturaleza humana, pero es potencial, sólo existe en hueco y sólo se actualiza a través de una cultura singular” Si aceptamos estas teorías, podemos intuir entonces que el origen de lo humano está en la angustia.


Como siempre, la comparación con otros habitantes de la tierra nos dará referencias. El asombro humano no se detiene ante lo que parece un milagro natural. El nacimiento de los animales que son distintos a nosotros siempre llamará nuestra atención como hechos tan diferentes al nacimiento de nuestros congéneres. Joseph Campbell en su notable obra Las máscaras de Dios nos remite a una imagen conocida ¿ Cómo no maravillarnos ante el nacimiento de una tortuga? La madre ha encontrado un sitio adecuado en la arena más allá de las mareas, cava un enorme agujero y deposita sus numerosos huevecillos, los cubre con arena y se retira para sumergirse en las profundidades del mar. Los huevecillos son abandonados, la madre ya está ausente. Pasan dieciocho días y de repente se produce el prodigio. Sin dudarlo un solo instante, al romper su cascarón esas pequeñas crías conocen el rumbo que les dará la supervivencia. Apenas han tocado el nuevo universo al que se enfrentan y cada una de ellas es capaz de emprender la primer gran aventura de la vida: el viaje hacia ese otro universo que es el océano. A diferencia de los humanos, en estos seres la duda está ausente y sólo existe la certeza. Sabemos que no ocurre así con nuestra especie. Desde nuestro nacimiento somos socialmente dependientes, nuestra supervivencia está en manos de lo exterior. El organismo humano por sí solo no cuenta con las capacidades para establecer contacto con el mundo con la seguridad que tiene esa pequeña tortuga.

Pero ¿ cómo pudo ser ese proceso de humanización a partir de la angustia hace millones de años ? ¿ cómo es que nuestra especie resolvió el problema de sus relaciones con la realidad ? En definitiva, como el neurólogo Kurt Goldstein lo menciona: “ la angustia ha de ser racionalizada siempre como miedo, tanto en la historia de la humanidad como en la del individuo” . Y siguiendo a Blumemberg , esto solamente ocurre “en virtud de una serie de artimañas, tales como, por ejemplo, la suposición de que hay algo familiar en lo inhóspito, de que hay explicaciones en lo inexplicable, nombres en lo innombrable” Esto en definitiva nos acerca a las formas elementales de la cultura humana: el lenguaje, el mito , la religión y el arte.


Pero no aceleremos el paso y volvamos a ese homo erectus quien, una vez erguido y enfrentado al horizonte de la estepa, vislumbra los peligros que conlleva su existencia. Desde el punto de vista neuronal, su masa encefálica ha aumentado de una forma notable con respecto a su antepasado el homo habilis: de una masa de aproximadamente entre 510 y 750 centímetros cúbicos a una masa de 850 y 1100 cc. Hoy sabemos que el homo sapiens moderno tiene una masa de entre 1200 y 1500 cc. La masa encefálica actual ha tardado unos seis millones de años en conformarse, desde aquellos australopitécidos que se diferenciaron del resto de los simios. Para algunos científicos como Michel Tomasello este periodo es demasiado corto para que una especie por sí sola logre semejante evolución, y, por lo tanto, es gracias al elemento social y cultural que este desarrollo fue alcanzado. Para otros como Stephen Jay Gould es un tiempo suficiente para que solamente a nivel biológico se haya conformado la psique humana. Ante esta disyuntiva y tomando en cuenta la hipótesis de Bartra, podemos pensar que hace aproximadamente un cuarto de millón de años un grupo de homínidos ubicados en África sufrió cambios en la estructura de su sistema nervioso central y otros cambios del aparato vocal que le permitiría articular palabras. Es entonces cuando dos hechos , uno de tipo interno y otro externo fueron determinantes. Primero, las mutaciones antes mencionadas afectaron las funciones de la corteza cerebral impactando funciones sensoriales que impidieron su adaptación al medio. En términos llanos, el instinto fue mitigado por esos cambios neuronales. Ahora bien, desde el punto de vista externo, tuvieron lugar grandes cambios climáticos y, como ya se ha mencionado, fue necesaria la migración de los grupos de homínidos en busca de condiciones ambientales apropiadas para la vida. ¿ Qué fue primero, el cambio neuronal o el cambio climático ? Si bien la respuesta no ha sido determinante, podemos estar seguros de que semejante situación provocó tal extrañeza y desorientación en ese grupo, que fueron incapaces de tener una relación con la realidad tan directa como el resto de las especies. Para sobrevivir a la desesperación derivada de semejante “ desconexión de mundo “, fue necesario que esos homínidos comenzaran a marcar los objetos, los espacios y las herramientas que había empezado ya a utilizar. Estas marcas le permitieron compensar el vacío. Estamos, sin lugar a dudas, ante el nacimiento del símbolo como mediador entre el hombre la realidad.

Tuesday, January 5, 2010

La imaginación simbólica o el paraíso recuperado.



El hombre ha inventado el poder de las cosas ausentes,

por lo que se volvió poderoso y miserable;

pero sólo por ellas es hombre.
Paul Valéry



La humanidad es conocedora de su destino inevitable desde que abrió los ojos por vez primera. Nuestra existencia ha estado marcada esencialmente por la conciencia del paso del tiempo y de sus efectos, en especial del más definitivo de ellos: la muerte. No es una exageración decir que en ese conocimiento primigenio de la muerte se encuentra el origen de lo humano, y de toda forma de cultura. Sobre nuestra fragilidad y finitud sabemos más que cualquier otra especie . Todos somos Hamlet, protagonizando la tragedia de la inteligencia en forma irremediable. La escena del Príncipe de Dinamarca que mira de frente a un cráneo es el retrato mismo de la condición humana.

La imagen del paraíso perdido también nos da fe de esta circunstancia vital. La expulsión del Edén es el mito que representa ese momento decisivo del hombre dando el paso desde la naturaleza hacia la cultura. El hombre desnudo, en algún momento de la historia humana se sabe distinto de los demás animales y es sorprendido por los ciclos del nacimiento y la muerte. Busca la ropa para cubrirse de esa desnudez que lo aterra, pudor que representa el enfrentamiento con sus límites. El mito de Adán y Eva y su expulsión del paraíso es la respuesta humana ante la trágica diferencia entre los hombres y el resto de los seres. El homo sapiens, “hombre capaz de conocer”, es el receptor del conocimiento que lo define: la certeza de que va a morir. Es ésta la única de las preguntas fundamentales a las que puede responder, desconociendo por otro lado su propósito en el Universo.

Es entonces este conocimiento primordial el que ha llevado al hombre al desarrollo de su pensamiento y a la acción creadora. Borges lo explica magistralmente a través de aquel relato fantástico titulado El Inmortal. En él se describe la llegada de un viajero a la Ciudad de los Inmortales. Al llegar se encuentra con sus habitantes, hombres reducidos a una condición de bestias que carecen del habla. La ciudad aparece como una urbe caótica y sin sentido, una ciudad “ tan horrible que su mera existencia y perduración contamina el pasado y el porvenir”. Uno de los habitantes de aquella ciudad intentaba sin éxito escribir algunos signos, que borraba en cuanto avanzaba en su escritura. La inmortalidad ha eliminado cualquier sentido en las acciones de esos seres, y ha eliminado también toda posibilidad de un lenguaje congruente. Su obra, una ciudad laberíntica, carece de toda estética y contamina el espíritu de quien la recorre. Borges nos lleva a la conclusión de que la muerte, por el contrario, da sentido a cada acto ante la posibilidad de ser el último.

Pero, ¿ cuál es la respuesta del hombre frente a la extinción de la vida ?, ¿ cómo ha logrado su psique sobrevivir durante milenios con tan pesada carga ? Si la herida producida por el tiempo no puede sanar, ¿cómo sobrellevar el dolor humano ?

Las teorías desarrolladas por Gilbert Durand sobre el estudio de la imaginación simbólica pretenden explicar los elementos psicológicos que permitieron semejante supervivencia. La imaginación es descrita como una cualidad humana esencial, propia sólo de su especie, cuya función es equilibrar biológica, psíquica y sociológicamente al ser humano y su interacción con la realidad. La realidad supera las capacidades del intelecto humano, pues es imposible entenderla y captarla en su totalidad. Sin embargo, el hombre ha encontrado la manera de sintetizar el entorno para hacerlo más familiar e intentar reducir las fronteras de la extrañeza. Esta manera es la imaginación simbólica.

Siguiendo a Durand “la función de la imaginación es ante todo una función de eufemización, aunque no es un mero opio negativo, máscara con que la conciencia oculta el rostro horrendo de la muerte, sino, por el contrario, dinamismo prospectivo que, a través de todas las estructuras del proyecto imaginario, procura mejorar la situación del hombre en el mundo”

Eufemizar es en este caso la utilización de símbolos que permiten sustituir una visión directa de la realidad para atenuar sus efectos negativos en el equilibrio vital. Por mencionar un ejemplo sencillo, decir que la muerte es una forma de descanso permanente es una manera de eufemización que destruye el concepto oscuro que el final de la vida puede tener.

De esta forma, los símbolos creados por la imaginación aparecen en primera instancia como herramientas para restablecer el equilibrio, mismo que se pone en riesgo ante la idea de la muerte.

Como nos recuerda Durand, ya en los planteamientos del filósofo Henri Bergson aparecen argumentos en favor de la imaginación como elemento vial. La fabulación de símbolos, mitos y poesía son producto de este proceso. La fabulación es entonces una “reacción de la naturaleza contra el poder disolvente de la inteligencia” Y la imaginación es “ una reacción defensiva de la naturaleza contra la representación, por parte de la inteligencia, de la inevitablidad de la muerte” En esta definición, Bergson pone a la imaginación como un elemento instintivo y por lo tanto fundamental para adaptarse a la realidad.

En los albores de la humanidad, el desarrollo de la imaginación permitió la fabulación de símbolos, mitos y ritos para el sustento del mencionado equilibrio del mundo interior con respecto al entorno al cuál los seres humanos estaban sometidos. Sin embargo, ¿ siempre ha sido así ?, ¿ por qué percibimos que “lo imaginario “ es poco apreciado por un mundo que ha pretendido ser racional en los últimos siglos ? De la misma forma como el mito es frecuentemente asociado con la mentira, también encontramos que lo imaginario se considera como opuesto a lo real, degradando su valor e importancia. ¿ Cuál ha sido el resultado de esa devaluación del imaginario ? Basta con leer los periódicos del día para notarlo.

Pensemos por un momento en los entierros que se realizan en nuestro “civilizado” mundo contemporáneo para entender hasta dónde se ha desvanecido el simbolismo. La sepultura es un rito carente de significados más allá de los afectivos, es desgarradura total y terrible. El entierro ha dejado de ser el ritual en el que el hierofante o intermediario sagrado devuelve el cuerpo humano a la madre Tierra depositándolo en su vientre, cerrando el ciclo natural que se originó con el nacimiento. Ahora sólo nos ha quedado un ritual vacío en donde sólo el sonido de la tierra golpeando el féretro irrumpe con el silencio doloroso de los que se quedan. No vemos símbolos, sólo acciones de rutina a manos de hombres desconocidos que con palas y picos excavan, depositan, y entierran; para seguir así con el siguiente en turno. Cassirer y Jung advirtieron que la enfermedad mental se caracteriza por una pérdida de la función simbólica. ¿ Es éste el diagnóstico adecuado para nuestra sociedad contemporánea ?

La recuperación de la imaginación simbólica representa una tarea urgente. Es el retorno al jardín del Edén que el hombre ha inventado para sí mismo. En él puede pisar libre de temores la húmeda tierra y sumergirse en el pantano. Puede escuchar el estruendo del relámpago y observar el vertiginoso aleteo del colibrí. Puede enfrentar al tiempo y a la muerte, y sentarse a escuchar una sinfonía que crea su propio tiempo para hacer del instante un espacio eterno.

Sunday, October 25, 2009

La espera involuntaria

La felicidad es una víspera de nostalgia.

Tuesday, May 5, 2009

Ensayo sobre la influenza o las Ciudades insufribles


El chilango es un ser cuya vida transita entre la queja y la resignación. Este proceso no sólo es un tema frecuente de su plática: la supervivencia de su especie depende de este mecanismo de adaptación que ya ha desarrollado de manera natural. El chilango se queja del tráfico, de los ríos de gente desbordándose, de los restaurantes en donde conseguir una mesa significa estar en una huelga de hambre documentada en listas de espera. Un día se quejó de que la avenida principal para llegar a su trabajo se redujo a un solo carril debido a las obras viales. Al día siguiente no tuvo más remedio que aceptarlo, se levantó una hora más temprano (otra más) y siguió conviviendo con las nuevas condiciones impuestas por el destino. ¿Estoicismo o conformismo? El chilango prefiere no hacer frente a la pregunta y decide seguir alimentándose de paradojas.


Italo Calvino pudo haber incluido dentro de sus Ciudades invisibles a esta urbe de fantasía : bellos palacios y oscuros barrios construidos sobre el gran lago, rodeado por volcanes de erupciones frecuentes; ciudad azotada por sismos, habitada por millones de almas, su cielo es gris durante el día , y por las noches la urbe es un inmenso océano de luces más intensas que cualquiera de las estrellas del firmamento, tanto que las ha dejado invisibles; sus calles las transitan miles de naves de hierro rugiendo como bestias en su lento andar…


Por si acaso tantas curiosidades en un solo sitio fueran poca cosa, ahora somos también una ciudad con altos potenciales pandémicos. Los últimos acontecimientos podrían estar escritos en alguna de las novelas de Saramago. Ensayo sobre la influenza quizá sería el título, con un comienzo como “Al día siguiente, nadie pudo salir a la calle en la Ciudad de México”. No puedo evitar recordar el libro del mismo escritor portugués, llamado Las intermitencias de la muerte en el que súbitamente la gente de un determinado país empieza a dejar de morir, generando una momentánea euforia que termina en desgracia al notar la otra cara de la moneda: la gente no muere, pero tampoco deja de envejecer.


Como en esa ciudad imaginada por Saramago, la Ciudad de México ha sido sorprendida por una circunstancia insólita. La amenaza de una enfermedad fácilmente contagiosa obliga a sus habitantes a no visitar lugares públicos y a evitar el contacto físico entre las personas. Las transitadas calles lucen vacías comparadas con su ritmo normal, los niños permanecen en sus casas. Muchos usan cubre bocas. Una cultura acostumbrada al contacto físico, a los saludos de besos, abrazos y palmadas en la espalda es sorprendida por una amenaza que prohíbe sus más cotidianas prácticas de cortesía. Todos estos matices pintan un panorama desolador, de no ser por el sentido del humor que todo mexicano genera en su inconsciente. Inventa visiones irónicas de la realidad como anticuerpos necesarios para pasar a la siguiente etapa evolutiva: la resignación.


Es en la resignación en donde el chilango particularmente encuentra los mecanismos necesarios para adaptarse a las dificultades de su medio. Aquí es cuando el gasto de energía generado en forma diaria para mantener su resignación llega a alcanzar dimensiones desmesuradas. Todos sabemos el esfuerzo que representa pararse cada vez más temprano y salir cada vez más tarde del trabajo para evitar el tráfico, llevar a cabo proyectos faraónicos para construir segundos pisos que tengan una vida útil de apenas un año y que no solucionen los problemas de fondo; y ahora, usar un cubre bocas que casi impide la respiración. ¿Qué pasaría si un buen día el chilango decidiera usar toda esa energía, tiempo y dinero para arreglar sus problemas de raíz?


Como habitantes de esta ciudad, ¿seremos capaces en algún momento de hartarnos de la resignación y empezar realmente a solucionar algunas de nuestras adversidades en el lugar en donde se originan?


En el caso de la influenza, es de todos conocido que el primer foco infeccioso no ocurrió en la capital, sin embargo sabemos del potencial de contagio que tiene un sitio habitado por más de veinte millones de habitantes en condiciones de salubridad que no se acercan a lo deseable. En declaraciones recientes, el pequeño Calderón proclamó que México ha "salvado a la humanidad" con las medidas que tomó contra la enfermedad. El presidente me recuerda al tipo de mexicanos que debemos evitar ser: no sólo aquéllos que se mueven entre la queja y la resignación; sino también los que viven de la autocompasión y de los mediocres heroísmos. En vez de semejantes proclamas, ¿ no es más urgente saber por qué esto ha ocurrido en México ?, ¿ qué condiciones han favorecido la mutación del virus y qué prácticas en la industria y en la vida diaria deben modificarse ? La pregunta presume vida eterna en el país donde la verdad nunca se sabe.


Hoy es este el problema, pero, ¿qué podemos decir sobre el agotamiento del agua? Un problema que no está a la vuelta de la esquina, sino que ya está tocando a nuestra puerta.


Los mexicas encontraron desierta a la mítica Teotihuacán; a los conquistadores españoles les ocurrió lo mismo al llegar a las ciudades mayas. Hoy conocemos la probabilidad de que en algún momento de su historia los habitantes de aquellos sitios hayan abandonado sus grandes palacios ante la escasez de los recursos y de las condiciones necesarias para vivir. ¿ Hacia dónde habrán ido? ¿ Hacia dónde iremos los condenados a repetir nuestra historia ?

Tuesday, January 20, 2009

El coleccionista de epitafios.






Justo a la mitad de la ruta que Carlos Onteros diariamente recorría entre el barrio de Manrique y la Universidad Nacional se encuentra ese viejo jardín en el que todos los habitantes de la ciudad, tarde o temprano, eran llevados para dejar la primera y última de sus pertenencias. El cementerio de San Pedro era para el joven estudiante un lugar que prefería evitar, siempre recordando las historias que su tía Ana Belén les contaba a él y a sus hermanos sobre aquel macabro lugar en el que, según decía, los cuerpos de las difuntas se levantaban de sus sepulcros para perseguir a los vivos y castigar la crueldad de los hombres. Poseedora de una desbordada y lúgubre imaginación, la tía nunca repetía la historia de alguna de esas mujeres sacrificadas y, como una odalisca árabe, sus palabras mantenían cautivos a todos sus sobrinos, quienes poseídos por una combinación de curiosidad y espanto preferían permanecer en la mesa antes de entrar en las tinieblas de sus habitaciones.

El tiempo había pasado ya, pero algo de aquellas noches quedaba en el universitario que prefería atravesar la muy transitada Avenida 51 antes de pasar frente al mítico panteón. Incluso en lo posible trataba de no mirar el gran portón negro ni con el rabillo del ojo, parte del cuerpo que, según la tía, tenía el don de percibir a las pálidas siluetas de las almas en pena. Sus compañeros de la facultad, quienes en más de una ocasión notaron el nerviosismo de Carlos al acompañarlo de vuelta a su casa, se burlaban con cierta extrañeza de sus supersticiones. Las leyendas de sobremesa que roban el sueño a los niños aparentemente no tenían por qué seguir afectando a un notable estudiante en ciencias. A pesar de las preguntas sarcásticas, el muchacho prefirió guardar para sí mismo la explicación de sus miedos. Nunca quiso contar el terrible desenlace de la tía Ana, quizá por temor a revivir en sus recuerdos la tarde en la que, al regresar de la escuela, encontró el cuerpo tal y como aparecería al día siguiente retratado en la nota roja.

A partir de entonces, Carlos vivió bajo la sospecha de que Ana Belén regresaría al mundo de los vivos para protagonizar alguna de sus leyendas. El muchacho parecía estar condenado a la amenaza de una ficción con firmes aspiraciones de realidad. La terrible suma de un puñado de leyendas y una experiencia traumática resultaron dándole a Carlos una juventud tan temerosa de la muerte como de la vida. Su éxito como estudiante tenía el alto precio de la soledad y la ausencia de juegos. Desde la muerte de la tía, el muchacho marcó una distancia con sus hermanos, actitud que llevó a los salones de clase y ante cualquier grupo de personas con las que inevitablemente tenía que pasar los días. Si los estudiantes de la universidad se reunían los jueves después de clase en el Parque de los Deseos, era ya conocido por todos que siempre contarían con la ausencia del mejor promedio en la historia de la Facultad de Ciencias. Podría asegurarse que el muchacho solo tenía interés de convivir con sus pensamientos.

Pero llegó el día en el que las cosas dejaron de ser así. Ocurrió en su habitación, justo encima del viejo y colosal escritorio en color nogal, herencia de algún vecino errante. Ahí pasaba horas haciendo las tareas con especial dedicación, así como preparando cada examen como si el resultado de esas pruebas definiera el destino de la humanidad. En esa ocasión se quedó dormido sobre el voluminoso libro de ecuaciones que repasaba religiosamente como si se tratara de un monje erudito del cálculo diferencial . Su cansancio lo venció, arrastrándolo hacia el sueño que lo cambiaría todo.

Se encontró con ella en medio de las sombras. Estaba luciendo un semblante sereno y vestida con una elegancia que nunca se le conoció mientras estuvo viva. Su imagen era tan distinta a aquélla que Carlos mantuvo en la memoria desde el día de su muerte. La tía Ana lo miraba con una seguridad capaz de perforar a un escudo de hierro. Carlos sintió pánico. Aunque hubiera querido despertar, el sueño lo retuvo. Ana Belén se acercó, despegó violentamente su mirada de los ojos del muchacho para dirigirla hacia un punto inexistente. Entonces, con una voz empolvada arrojó estas palabras:

“A merced de sus designios, somos siempre esclavos de los sueños. Deciden por nosotros sin preguntarnos si estamos de acuerdo. Si el sueño es un como un padre generoso, nos dará aquello que siempre hemos deseado. Pero a veces será un tirano cruel y nos hundirá en terribles pesadillas. En otros casos, nos revelará secretos que nunca imaginamos sobre el universo que nos habita. Puede pensarse que no hay problema, que son sólo sueños, que no pasa nada una vez que despertamos. Pero, ¿ acaso nuestro mundo es muy diferente a ellos?, ¿ no es nuestro Dios un amo que nos mantiene atrapados en ese sueño mayor que llamamos realidad ?”

Carlos quedó paralizado. No encontró nada sensato qué decir. Pensó que la muerte le había robado a su excéntrica tía la poca cordura que en vida le quedaba. De pronto, como si presintiera que el muchacho fuera a escaparse, Ana volvió a atraparlo con la mirada como si un anzuelo retuviera a un pececillo boquiabierto.

“Pero ahora estás aquí con otro propósito, querido Carlitos. En este encierro aprenderás a romper las ataduras” Ana lo tomó de la mano apretándolo gentilmente, pero con suficiente fuerza para no dejarlo ir; tarea bastante difícil considerando que Carlos lo único que deseaba en ese momento era salir de esa situación y regresar a su mundo de cómodas rutinas. La mujer lo llevó por una escalera que descendía en espiral hacia un sótano lejano, lugar del que venía la única luz de aquel sitio. Carlos notó que, en la medida que bajaban por el abismo, los escalones anteriores se desvanecían evitando un posible regreso.

Finalmente llegaron hasta el fondo. Era una enorme galería iluminada por docenas de sirios que rodeaban el sitio como miembros de una secta oculta. En el centro, una larga mesa se extendía desde la puerta de acceso hasta la pared del fondo. Sobre de ella se encontraban cientos de libretas en pasta dura, cuidadosamente ordenadas en grupos de siete y amarradas por listones negros. Ana Belén tomó el primer grupo, desató la cinta de una de sus libretas y le enseñó a Carlos las notas escritas en aquellas hojas frágiles y amarillientas. Poco a poco fue mostrándole una a una mientras la sorpresa se apoderaba de su joven invitado. Ahí estaban escritos los relatos que Ana ya no alcanzó a contar a sus curiosos sobrinos. Carlos descubrió cómo en cada libreta se narraba la vida de mujeres que habían terminado sus días violentamente o en absoluta soledad. Entendió que las historias estaban minuciosamente catalogadas. Primero, encontró los relatos de doncellas suicidas a quienes la rigidez de épocas pasadas les negó la posibilidad de amar. Después leyó las biografías de heroínas incógnitas que en silencio salvaron a la humanidad de la insensatez. Eran cientos de esposas y amantes que cedieron su lugar en los libros de historia; nombres sin un espacio en la memoria de las naciones. Continuó leyendo otros grupos de textos. Jóvenes de vocaciones frustradas por sus padres; artistas plagiadas, poetisas, pintoras, escultoras; series completas de muchachas convertidas en artículos de consumo. El catálogo parecía extenderse hasta el infinito. Ana Belén había construido una genealogía de penitentes que pagaron por el pecado de Eva.

Al final de la mesa una libreta permanecía separada del resto. Carlos la tomó. En la pasta aparecía el nombre de su tía. Al momento de abrirla, escuchó un grito ensordecedor. El muchacho dejó caer la libreta por el sobresalto. Al voltear, descubrió que Ana estaba en el piso derrumbada sobre un lecho de lágrimas. Carlos se acercó. La tocó en el hombro repetidas veces buscando darle consuelo. De repente, cuando más parecía ignorarlo, ella le enseñó su rostro. Ahora su cara era otra, de un semblante viejo y cansado. Su piel se había convertido en un mapa del dolor humano. Sus ojos, antes castaños e inquietos, ahora aparecían completamente en blanco y sin vida. Carlos estaba aterrado.



Fue el momento cuando el muchacho salió violentamente del sueño. Pudo recordarlo todo, cada detalle. Su memoria contenía todas aquellas gotas de sangre. Se sorprendió al notar que sólo habían pasado unos pocos minutos. La eternidad cabe en la gruta de Hipnos.

Esa misma tarde, poseído por una curiosidad superior a sus temores, Carlos Onteros salió de casa y caminó con rapidez por la calle 49 en dirección sur. Calculando la ubicación de su destino dobló a la derecha por un callejón que jamás había transitado, excluido hasta ese momento de su rutinario camino hacia la escuela. Acertó en llegar por una ruta más corta. Ahí estaba, decidido a cruzar por primera vez el enorme portón negro del cementerio de San Pedro con el firme propósito de encontrar el sitio en donde los restos de su tía habían sido dejados.

Atravesó el umbral y no pudo evitar el asombro al encontrarse con un enorme jardín en forma circular habitado por ángeles petrificados y plañideras eternizadas en metal. En otros rincones, mujeres de mármol vestidas con largas túnicas permanecían postradas a los pies de epitafios que listaban dinastías enteras. A su paso se maravilló con las columnas que suportaban el peso de magníficos mausoleos, vestigios de la abundancia que los muertos no pudieron llevarse. Conforme fue avanzando, notó que la suntuosidad de las tumbas en el centro de la necrópolis contrastaba con la sencillez de las criptas ubicadas en el pasillo que rodeaba al jardín en una dantesca división del espacio que marcaba diferencias entre un círculo y otro. En aquéllas, las tumbas más pequeñas adosadas a los muros, el recuerdo del difunto se expresaba a través de una enorme variedad de flores y regalos colocados en sus placas.

Una tumba en particular llamó la atención del visitante. Pertenecía a una niña fallecida a la edad de cinco años. En ella, varias muñecas estaban colgadas con estambres de muchos colores. También cubrían la placa fúnebre numerosas fotografías familiares en las que aparecía la pequeña niña de inocente sonrisa y brillantes ojos repletos de vida. A pesar del reducido espacio había también una tarjeta escrita por los padres despidiendo a la pequeña peregrina.

“…estrella fugaz en el firmamento de nuestros días, una parte de nosotros se va contigo y la que nos queda se duele por tu despedida…”

Siguió avanzando hasta encontrarse con un obelisco blanco. Al pie del monumento permanecía postrado el cuerpo de una mujer de piedra, ahogada en llanto, con una túnica que la cubría desde los pies hasta su rostro. Carlos se estremeció al leer el epitafio.

A
José Maria Amador U.
muerto
el 18 de Noviembre de 1893
a la edad de 24 años.
Su madre
Que confía en Dios consolador.

Recordó entonces la estampilla con una foto de La Piedad que su madre durante varios años conservó en casa. Pero a la imagen que ahora tenía enfrente le faltaba el hijo en brazos. El concreto de la cripta y el Estigia los separaba irremediablemente. En cambio, la escultura de esa madre sostenía una rosa. “Somos como el brote de una flor que al nacer le cortan el tallo”, pensó. “Vivir es un lento marchitar entre la juventud de rojos destellos y la vejez de oscuros pétalos”

Finalmente se encontró con una loza notoriamente sencilla. Las letras grabadas en ella estaban llenas de tierra. Notó una cuarteadura que se extendía a lo largo de aquel bloque. El abandono y la falta de visitas eran evidentes.

Ana Belén Uribe
1944-1989
Con amor
a la vida llegaste
y por amar
la muerte te ha llevado.

Una delicada hierba de intenso color verde había nacido en la grieta. Como si fueran ramas de olivo, anunciaban discretamente un triunfo: la persistencia de la vida. Carlos se quedó ahí parado durante un tiempo incalculable. Después, se sentó en la escalinata del mausoleo a sus espaldas. Al fondo, unos ángeles de bronce lo observaban con sigilo.

Apoyó su cabeza sobre las manos. Las yemas de los dedos percibieron la dureza de los pómulos bajo la piel. Después recorrieron el contorno de sus ojos. En la mente reconstruyó la forma de su cráneo.

“Muerte, ¿ por qué temerte si ya habitas dentro de nosotros?”

Al decir esto imaginó cada uno de los huesos de su cuerpo, hoy huéspedes de la carne, mañana, residentes de algún sepulcro.

El cementerio de San Pedro cierra diariamente a las 5:30 de la tarde. Quince minutos antes, Carlos salió del lugar. Dobló a la derecha por la Avenida 67 en dirección al Parque de los Deseos. Antes de llegar a su escala final, pasó a comprar la primera de cientos de libretas que usaría desde ese momento hasta conseguir su primer publicación diez años después. La pluma de Carlos Onteros no se detuvo por varias décadas, al tiempo que su epitafio era grabado por el cincel de los años anteriores a su partida.