Sunday, October 25, 2009
Tuesday, May 5, 2009
Ensayo sobre la influenza o las Ciudades insufribles

El chilango es un ser cuya vida transita entre la queja y la resignación. Este proceso no sólo es un tema frecuente de su plática: la supervivencia de su especie depende de este mecanismo de adaptación que ya ha desarrollado de manera natural. El chilango se queja del tráfico, de los ríos de gente desbordándose, de los restaurantes en donde conseguir una mesa significa estar en una huelga de hambre documentada en listas de espera. Un día se quejó de que la avenida principal para llegar a su trabajo se redujo a un solo carril debido a las obras viales. Al día siguiente no tuvo más remedio que aceptarlo, se levantó una hora más temprano (otra más) y siguió conviviendo con las nuevas condiciones impuestas por el destino. ¿Estoicismo o conformismo? El chilango prefiere no hacer frente a la pregunta y decide seguir alimentándose de paradojas.
Italo Calvino pudo haber incluido dentro de sus Ciudades invisibles a esta urbe de fantasía : bellos palacios y oscuros barrios construidos sobre el gran lago, rodeado por volcanes de erupciones frecuentes; ciudad azotada por sismos, habitada por millones de almas, su cielo es gris durante el día , y por las noches la urbe es un inmenso océano de luces más intensas que cualquiera de las estrellas del firmamento, tanto que las ha dejado invisibles; sus calles las transitan miles de naves de hierro rugiendo como bestias en su lento andar…
Por si acaso tantas curiosidades en un solo sitio fueran poca cosa, ahora somos también una ciudad con altos potenciales pandémicos. Los últimos acontecimientos podrían estar escritos en alguna de las novelas de Saramago. Ensayo sobre la influenza quizá sería el título, con un comienzo como “Al día siguiente, nadie pudo salir a la calle en la Ciudad de México”. No puedo evitar recordar el libro del mismo escritor portugués, llamado Las intermitencias de la muerte en el que súbitamente la gente de un determinado país empieza a dejar de morir, generando una momentánea euforia que termina en desgracia al notar la otra cara de la moneda: la gente no muere, pero tampoco deja de envejecer.
Como en esa ciudad imaginada por Saramago, la Ciudad de México ha sido sorprendida por una circunstancia insólita. La amenaza de una enfermedad fácilmente contagiosa obliga a sus habitantes a no visitar lugares públicos y a evitar el contacto físico entre las personas. Las transitadas calles lucen vacías comparadas con su ritmo normal, los niños permanecen en sus casas. Muchos usan cubre bocas. Una cultura acostumbrada al contacto físico, a los saludos de besos, abrazos y palmadas en la espalda es sorprendida por una amenaza que prohíbe sus más cotidianas prácticas de cortesía. Todos estos matices pintan un panorama desolador, de no ser por el sentido del humor que todo mexicano genera en su inconsciente. Inventa visiones irónicas de la realidad como anticuerpos necesarios para pasar a la siguiente etapa evolutiva: la resignación.
Es en la resignación en donde el chilango particularmente encuentra los mecanismos necesarios para adaptarse a las dificultades de su medio. Aquí es cuando el gasto de energía generado en forma diaria para mantener su resignación llega a alcanzar dimensiones desmesuradas. Todos sabemos el esfuerzo que representa pararse cada vez más temprano y salir cada vez más tarde del trabajo para evitar el tráfico, llevar a cabo proyectos faraónicos para construir segundos pisos que tengan una vida útil de apenas un año y que no solucionen los problemas de fondo; y ahora, usar un cubre bocas que casi impide la respiración. ¿Qué pasaría si un buen día el chilango decidiera usar toda esa energía, tiempo y dinero para arreglar sus problemas de raíz?
Como habitantes de esta ciudad, ¿seremos capaces en algún momento de hartarnos de la resignación y empezar realmente a solucionar algunas de nuestras adversidades en el lugar en donde se originan?
En el caso de la influenza, es de todos conocido que el primer foco infeccioso no ocurrió en la capital, sin embargo sabemos del potencial de contagio que tiene un sitio habitado por más de veinte millones de habitantes en condiciones de salubridad que no se acercan a lo deseable. En declaraciones recientes, el pequeño Calderón proclamó que México ha "salvado a la humanidad" con las medidas que tomó contra la enfermedad. El presidente me recuerda al tipo de mexicanos que debemos evitar ser: no sólo aquéllos que se mueven entre la queja y la resignación; sino también los que viven de la autocompasión y de los mediocres heroísmos. En vez de semejantes proclamas, ¿ no es más urgente saber por qué esto ha ocurrido en México ?, ¿ qué condiciones han favorecido la mutación del virus y qué prácticas en la industria y en la vida diaria deben modificarse ? La pregunta presume vida eterna en el país donde la verdad nunca se sabe.
Hoy es este el problema, pero, ¿qué podemos decir sobre el agotamiento del agua? Un problema que no está a la vuelta de la esquina, sino que ya está tocando a nuestra puerta.
Los mexicas encontraron desierta a la mítica Teotihuacán; a los conquistadores españoles les ocurrió lo mismo al llegar a las ciudades mayas. Hoy conocemos la probabilidad de que en algún momento de su historia los habitantes de aquellos sitios hayan abandonado sus grandes palacios ante la escasez de los recursos y de las condiciones necesarias para vivir. ¿ Hacia dónde habrán ido? ¿ Hacia dónde iremos los condenados a repetir nuestra historia ?
Tuesday, January 20, 2009
El coleccionista de epitafios.

Justo a la mitad de la ruta que Carlos Onteros diariamente recorría entre el barrio de Manrique y la Universidad Nacional se encuentra ese viejo jardín en el que todos los habitantes de la ciudad, tarde o temprano, eran llevados para dejar la primera y última de sus pertenencias. El cementerio de San Pedro era para el joven estudiante un lugar que prefería evitar, siempre recordando las historias que su tía Ana Belén les contaba a él y a sus hermanos sobre aquel macabro lugar en el que, según decía, los cuerpos de las difuntas se levantaban de sus sepulcros para perseguir a los vivos y castigar la crueldad de los hombres. Poseedora de una desbordada y lúgubre imaginación, la tía nunca repetía la historia de alguna de esas mujeres sacrificadas y, como una odalisca árabe, sus palabras mantenían cautivos a todos sus sobrinos, quienes poseídos por una combinación de curiosidad y espanto preferían permanecer en la mesa antes de entrar en las tinieblas de sus habitaciones.
El tiempo había pasado ya, pero algo de aquellas noches quedaba en el universitario que prefería atravesar la muy transitada Avenida 51 antes de pasar frente al mítico panteón. Incluso en lo posible trataba de no mirar el gran portón negro ni con el rabillo del ojo, parte del cuerpo que, según la tía, tenía el don de percibir a las pálidas siluetas de las almas en pena. Sus compañeros de la facultad, quienes en más de una ocasión notaron el nerviosismo de Carlos al acompañarlo de vuelta a su casa, se burlaban con cierta extrañeza de sus supersticiones. Las leyendas de sobremesa que roban el sueño a los niños aparentemente no tenían por qué seguir afectando a un notable estudiante en ciencias. A pesar de las preguntas sarcásticas, el muchacho prefirió guardar para sí mismo la explicación de sus miedos. Nunca quiso contar el terrible desenlace de la tía Ana, quizá por temor a revivir en sus recuerdos la tarde en la que, al regresar de la escuela, encontró el cuerpo tal y como aparecería al día siguiente retratado en la nota roja.
A partir de entonces, Carlos vivió bajo la sospecha de que Ana Belén regresaría al mundo de los vivos para protagonizar alguna de sus leyendas. El muchacho parecía estar condenado a la amenaza de una ficción con firmes aspiraciones de realidad. La terrible suma de un puñado de leyendas y una experiencia traumática resultaron dándole a Carlos una juventud tan temerosa de la muerte como de la vida. Su éxito como estudiante tenía el alto precio de la soledad y la ausencia de juegos. Desde la muerte de la tía, el muchacho marcó una distancia con sus hermanos, actitud que llevó a los salones de clase y ante cualquier grupo de personas con las que inevitablemente tenía que pasar los días. Si los estudiantes de la universidad se reunían los jueves después de clase en el Parque de los Deseos, era ya conocido por todos que siempre contarían con la ausencia del mejor promedio en la historia de la Facultad de Ciencias. Podría asegurarse que el muchacho solo tenía interés de convivir con sus pensamientos.
Pero llegó el día en el que las cosas dejaron de ser así. Ocurrió en su habitación, justo encima del viejo y colosal escritorio en color nogal, herencia de algún vecino errante. Ahí pasaba horas haciendo las tareas con especial dedicación, así como preparando cada examen como si el resultado de esas pruebas definiera el destino de la humanidad. En esa ocasión se quedó dormido sobre el voluminoso libro de ecuaciones que repasaba religiosamente como si se tratara de un monje erudito del cálculo diferencial . Su cansancio lo venció, arrastrándolo hacia el sueño que lo cambiaría todo.
Se encontró con ella en medio de las sombras. Estaba luciendo un semblante sereno y vestida con una elegancia que nunca se le conoció mientras estuvo viva. Su imagen era tan distinta a aquélla que Carlos mantuvo en la memoria desde el día de su muerte. La tía Ana lo miraba con una seguridad capaz de perforar a un escudo de hierro. Carlos sintió pánico. Aunque hubiera querido despertar, el sueño lo retuvo. Ana Belén se acercó, despegó violentamente su mirada de los ojos del muchacho para dirigirla hacia un punto inexistente. Entonces, con una voz empolvada arrojó estas palabras:
“A merced de sus designios, somos siempre esclavos de los sueños. Deciden por nosotros sin preguntarnos si estamos de acuerdo. Si el sueño es un como un padre generoso, nos dará aquello que siempre hemos deseado. Pero a veces será un tirano cruel y nos hundirá en terribles pesadillas. En otros casos, nos revelará secretos que nunca imaginamos sobre el universo que nos habita. Puede pensarse que no hay problema, que son sólo sueños, que no pasa nada una vez que despertamos. Pero, ¿ acaso nuestro mundo es muy diferente a ellos?, ¿ no es nuestro Dios un amo que nos mantiene atrapados en ese sueño mayor que llamamos realidad ?”
Carlos quedó paralizado. No encontró nada sensato qué decir. Pensó que la muerte le había robado a su excéntrica tía la poca cordura que en vida le quedaba. De pronto, como si presintiera que el muchacho fuera a escaparse, Ana volvió a atraparlo con la mirada como si un anzuelo retuviera a un pececillo boquiabierto.
“Pero ahora estás aquí con otro propósito, querido Carlitos. En este encierro aprenderás a romper las ataduras” Ana lo tomó de la mano apretándolo gentilmente, pero con suficiente fuerza para no dejarlo ir; tarea bastante difícil considerando que Carlos lo único que deseaba en ese momento era salir de esa situación y regresar a su mundo de cómodas rutinas. La mujer lo llevó por una escalera que descendía en espiral hacia un sótano lejano, lugar del que venía la única luz de aquel sitio. Carlos notó que, en la medida que bajaban por el abismo, los escalones anteriores se desvanecían evitando un posible regreso.
Finalmente llegaron hasta el fondo. Era una enorme galería iluminada por docenas de sirios que rodeaban el sitio como miembros de una secta oculta. En el centro, una larga mesa se extendía desde la puerta de acceso hasta la pared del fondo. Sobre de ella se encontraban cientos de libretas en pasta dura, cuidadosamente ordenadas en grupos de siete y amarradas por listones negros. Ana Belén tomó el primer grupo, desató la cinta de una de sus libretas y le enseñó a Carlos las notas escritas en aquellas hojas frágiles y amarillientas. Poco a poco fue mostrándole una a una mientras la sorpresa se apoderaba de su joven invitado. Ahí estaban escritos los relatos que Ana ya no alcanzó a contar a sus curiosos sobrinos. Carlos descubrió cómo en cada libreta se narraba la vida de mujeres que habían terminado sus días violentamente o en absoluta soledad. Entendió que las historias estaban minuciosamente catalogadas. Primero, encontró los relatos de doncellas suicidas a quienes la rigidez de épocas pasadas les negó la posibilidad de amar. Después leyó las biografías de heroínas incógnitas que en silencio salvaron a la humanidad de la insensatez. Eran cientos de esposas y amantes que cedieron su lugar en los libros de historia; nombres sin un espacio en la memoria de las naciones. Continuó leyendo otros grupos de textos. Jóvenes de vocaciones frustradas por sus padres; artistas plagiadas, poetisas, pintoras, escultoras; series completas de muchachas convertidas en artículos de consumo. El catálogo parecía extenderse hasta el infinito. Ana Belén había construido una genealogía de penitentes que pagaron por el pecado de Eva.
Al final de la mesa una libreta permanecía separada del resto. Carlos la tomó. En la pasta aparecía el nombre de su tía. Al momento de abrirla, escuchó un grito ensordecedor. El muchacho dejó caer la libreta por el sobresalto. Al voltear, descubrió que Ana estaba en el piso derrumbada sobre un lecho de lágrimas. Carlos se acercó. La tocó en el hombro repetidas veces buscando darle consuelo. De repente, cuando más parecía ignorarlo, ella le enseñó su rostro. Ahora su cara era otra, de un semblante viejo y cansado. Su piel se había convertido en un mapa del dolor humano. Sus ojos, antes castaños e inquietos, ahora aparecían completamente en blanco y sin vida. Carlos estaba aterrado.
El tiempo había pasado ya, pero algo de aquellas noches quedaba en el universitario que prefería atravesar la muy transitada Avenida 51 antes de pasar frente al mítico panteón. Incluso en lo posible trataba de no mirar el gran portón negro ni con el rabillo del ojo, parte del cuerpo que, según la tía, tenía el don de percibir a las pálidas siluetas de las almas en pena. Sus compañeros de la facultad, quienes en más de una ocasión notaron el nerviosismo de Carlos al acompañarlo de vuelta a su casa, se burlaban con cierta extrañeza de sus supersticiones. Las leyendas de sobremesa que roban el sueño a los niños aparentemente no tenían por qué seguir afectando a un notable estudiante en ciencias. A pesar de las preguntas sarcásticas, el muchacho prefirió guardar para sí mismo la explicación de sus miedos. Nunca quiso contar el terrible desenlace de la tía Ana, quizá por temor a revivir en sus recuerdos la tarde en la que, al regresar de la escuela, encontró el cuerpo tal y como aparecería al día siguiente retratado en la nota roja.
A partir de entonces, Carlos vivió bajo la sospecha de que Ana Belén regresaría al mundo de los vivos para protagonizar alguna de sus leyendas. El muchacho parecía estar condenado a la amenaza de una ficción con firmes aspiraciones de realidad. La terrible suma de un puñado de leyendas y una experiencia traumática resultaron dándole a Carlos una juventud tan temerosa de la muerte como de la vida. Su éxito como estudiante tenía el alto precio de la soledad y la ausencia de juegos. Desde la muerte de la tía, el muchacho marcó una distancia con sus hermanos, actitud que llevó a los salones de clase y ante cualquier grupo de personas con las que inevitablemente tenía que pasar los días. Si los estudiantes de la universidad se reunían los jueves después de clase en el Parque de los Deseos, era ya conocido por todos que siempre contarían con la ausencia del mejor promedio en la historia de la Facultad de Ciencias. Podría asegurarse que el muchacho solo tenía interés de convivir con sus pensamientos.
Pero llegó el día en el que las cosas dejaron de ser así. Ocurrió en su habitación, justo encima del viejo y colosal escritorio en color nogal, herencia de algún vecino errante. Ahí pasaba horas haciendo las tareas con especial dedicación, así como preparando cada examen como si el resultado de esas pruebas definiera el destino de la humanidad. En esa ocasión se quedó dormido sobre el voluminoso libro de ecuaciones que repasaba religiosamente como si se tratara de un monje erudito del cálculo diferencial . Su cansancio lo venció, arrastrándolo hacia el sueño que lo cambiaría todo.
Se encontró con ella en medio de las sombras. Estaba luciendo un semblante sereno y vestida con una elegancia que nunca se le conoció mientras estuvo viva. Su imagen era tan distinta a aquélla que Carlos mantuvo en la memoria desde el día de su muerte. La tía Ana lo miraba con una seguridad capaz de perforar a un escudo de hierro. Carlos sintió pánico. Aunque hubiera querido despertar, el sueño lo retuvo. Ana Belén se acercó, despegó violentamente su mirada de los ojos del muchacho para dirigirla hacia un punto inexistente. Entonces, con una voz empolvada arrojó estas palabras:
“A merced de sus designios, somos siempre esclavos de los sueños. Deciden por nosotros sin preguntarnos si estamos de acuerdo. Si el sueño es un como un padre generoso, nos dará aquello que siempre hemos deseado. Pero a veces será un tirano cruel y nos hundirá en terribles pesadillas. En otros casos, nos revelará secretos que nunca imaginamos sobre el universo que nos habita. Puede pensarse que no hay problema, que son sólo sueños, que no pasa nada una vez que despertamos. Pero, ¿ acaso nuestro mundo es muy diferente a ellos?, ¿ no es nuestro Dios un amo que nos mantiene atrapados en ese sueño mayor que llamamos realidad ?”
Carlos quedó paralizado. No encontró nada sensato qué decir. Pensó que la muerte le había robado a su excéntrica tía la poca cordura que en vida le quedaba. De pronto, como si presintiera que el muchacho fuera a escaparse, Ana volvió a atraparlo con la mirada como si un anzuelo retuviera a un pececillo boquiabierto.
“Pero ahora estás aquí con otro propósito, querido Carlitos. En este encierro aprenderás a romper las ataduras” Ana lo tomó de la mano apretándolo gentilmente, pero con suficiente fuerza para no dejarlo ir; tarea bastante difícil considerando que Carlos lo único que deseaba en ese momento era salir de esa situación y regresar a su mundo de cómodas rutinas. La mujer lo llevó por una escalera que descendía en espiral hacia un sótano lejano, lugar del que venía la única luz de aquel sitio. Carlos notó que, en la medida que bajaban por el abismo, los escalones anteriores se desvanecían evitando un posible regreso.
Finalmente llegaron hasta el fondo. Era una enorme galería iluminada por docenas de sirios que rodeaban el sitio como miembros de una secta oculta. En el centro, una larga mesa se extendía desde la puerta de acceso hasta la pared del fondo. Sobre de ella se encontraban cientos de libretas en pasta dura, cuidadosamente ordenadas en grupos de siete y amarradas por listones negros. Ana Belén tomó el primer grupo, desató la cinta de una de sus libretas y le enseñó a Carlos las notas escritas en aquellas hojas frágiles y amarillientas. Poco a poco fue mostrándole una a una mientras la sorpresa se apoderaba de su joven invitado. Ahí estaban escritos los relatos que Ana ya no alcanzó a contar a sus curiosos sobrinos. Carlos descubrió cómo en cada libreta se narraba la vida de mujeres que habían terminado sus días violentamente o en absoluta soledad. Entendió que las historias estaban minuciosamente catalogadas. Primero, encontró los relatos de doncellas suicidas a quienes la rigidez de épocas pasadas les negó la posibilidad de amar. Después leyó las biografías de heroínas incógnitas que en silencio salvaron a la humanidad de la insensatez. Eran cientos de esposas y amantes que cedieron su lugar en los libros de historia; nombres sin un espacio en la memoria de las naciones. Continuó leyendo otros grupos de textos. Jóvenes de vocaciones frustradas por sus padres; artistas plagiadas, poetisas, pintoras, escultoras; series completas de muchachas convertidas en artículos de consumo. El catálogo parecía extenderse hasta el infinito. Ana Belén había construido una genealogía de penitentes que pagaron por el pecado de Eva.
Al final de la mesa una libreta permanecía separada del resto. Carlos la tomó. En la pasta aparecía el nombre de su tía. Al momento de abrirla, escuchó un grito ensordecedor. El muchacho dejó caer la libreta por el sobresalto. Al voltear, descubrió que Ana estaba en el piso derrumbada sobre un lecho de lágrimas. Carlos se acercó. La tocó en el hombro repetidas veces buscando darle consuelo. De repente, cuando más parecía ignorarlo, ella le enseñó su rostro. Ahora su cara era otra, de un semblante viejo y cansado. Su piel se había convertido en un mapa del dolor humano. Sus ojos, antes castaños e inquietos, ahora aparecían completamente en blanco y sin vida. Carlos estaba aterrado.
Fue el momento cuando el muchacho salió violentamente del sueño. Pudo recordarlo todo, cada detalle. Su memoria contenía todas aquellas gotas de sangre. Se sorprendió al notar que sólo habían pasado unos pocos minutos. La eternidad cabe en la gruta de Hipnos.
Esa misma tarde, poseído por una curiosidad superior a sus temores, Carlos Onteros salió de casa y caminó con rapidez por la calle 49 en dirección sur. Calculando la ubicación de su destino dobló a la derecha por un callejón que jamás había transitado, excluido hasta ese momento de su rutinario camino hacia la escuela. Acertó en llegar por una ruta más corta. Ahí estaba, decidido a cruzar por primera vez el enorme portón negro del cementerio de San Pedro con el firme propósito de encontrar el sitio en donde los restos de su tía habían sido dejados.
Atravesó el umbral y no pudo evitar el asombro al encontrarse con un enorme jardín en forma circular habitado por ángeles petrificados y plañideras eternizadas en metal. En otros rincones, mujeres de mármol vestidas con largas túnicas permanecían postradas a los pies de epitafios que listaban dinastías enteras. A su paso se maravilló con las columnas que suportaban el peso de magníficos mausoleos, vestigios de la abundancia que los muertos no pudieron llevarse. Conforme fue avanzando, notó que la suntuosidad de las tumbas en el centro de la necrópolis contrastaba con la sencillez de las criptas ubicadas en el pasillo que rodeaba al jardín en una dantesca división del espacio que marcaba diferencias entre un círculo y otro. En aquéllas, las tumbas más pequeñas adosadas a los muros, el recuerdo del difunto se expresaba a través de una enorme variedad de flores y regalos colocados en sus placas.
Una tumba en particular llamó la atención del visitante. Pertenecía a una niña fallecida a la edad de cinco años. En ella, varias muñecas estaban colgadas con estambres de muchos colores. También cubrían la placa fúnebre numerosas fotografías familiares en las que aparecía la pequeña niña de inocente sonrisa y brillantes ojos repletos de vida. A pesar del reducido espacio había también una tarjeta escrita por los padres despidiendo a la pequeña peregrina.
“…estrella fugaz en el firmamento de nuestros días, una parte de nosotros se va contigo y la que nos queda se duele por tu despedida…”
Siguió avanzando hasta encontrarse con un obelisco blanco. Al pie del monumento permanecía postrado el cuerpo de una mujer de piedra, ahogada en llanto, con una túnica que la cubría desde los pies hasta su rostro. Carlos se estremeció al leer el epitafio.
A
José Maria Amador U.
muerto
el 18 de Noviembre de 1893
a la edad de 24 años.
Su madre
Que confía en Dios consolador.
Recordó entonces la estampilla con una foto de La Piedad que su madre durante varios años conservó en casa. Pero a la imagen que ahora tenía enfrente le faltaba el hijo en brazos. El concreto de la cripta y el Estigia los separaba irremediablemente. En cambio, la escultura de esa madre sostenía una rosa. “Somos como el brote de una flor que al nacer le cortan el tallo”, pensó. “Vivir es un lento marchitar entre la juventud de rojos destellos y la vejez de oscuros pétalos”
Finalmente se encontró con una loza notoriamente sencilla. Las letras grabadas en ella estaban llenas de tierra. Notó una cuarteadura que se extendía a lo largo de aquel bloque. El abandono y la falta de visitas eran evidentes.
Ana Belén Uribe
1944-1989
Con amor
a la vida llegaste
y por amar
la muerte te ha llevado.
Una delicada hierba de intenso color verde había nacido en la grieta. Como si fueran ramas de olivo, anunciaban discretamente un triunfo: la persistencia de la vida. Carlos se quedó ahí parado durante un tiempo incalculable. Después, se sentó en la escalinata del mausoleo a sus espaldas. Al fondo, unos ángeles de bronce lo observaban con sigilo.
Apoyó su cabeza sobre las manos. Las yemas de los dedos percibieron la dureza de los pómulos bajo la piel. Después recorrieron el contorno de sus ojos. En la mente reconstruyó la forma de su cráneo.
“Muerte, ¿ por qué temerte si ya habitas dentro de nosotros?”
Al decir esto imaginó cada uno de los huesos de su cuerpo, hoy huéspedes de la carne, mañana, residentes de algún sepulcro.
El cementerio de San Pedro cierra diariamente a las 5:30 de la tarde. Quince minutos antes, Carlos salió del lugar. Dobló a la derecha por la Avenida 67 en dirección al Parque de los Deseos. Antes de llegar a su escala final, pasó a comprar la primera de cientos de libretas que usaría desde ese momento hasta conseguir su primer publicación diez años después. La pluma de Carlos Onteros no se detuvo por varias décadas, al tiempo que su epitafio era grabado por el cincel de los años anteriores a su partida.
Sunday, December 21, 2008
Palabras y frases que el mexicano no debería usar.
por Pedro Colchado ( suceptibilidades heridas son responsabilidad del autor )

ahorita. Diminutivo de ahora, palabra que significa en este momento, a esta hora, en el tiempo presente. Sin embargo, el mexicano al usarla en diminutivo logra aquello que ni la ficción de Borges ni los más notables físicos experimentales han conseguido satisfactoriamente: extender el tiempo presente casi hasta la eternidad. Aquél a quien se le dice ahorita te atiendo, tendrá que contar con un alto grado de paciencia para presenciar semejante milagro cósmico del lenguaje.
como México no hay dos. Afirmación supuestamente nacionalista que pretende resaltar la singularidad del país. Propone en forma tácita suprimir su diversidad hacia el interior. Eso que llamamos México por convención reduccionista es en realidad un territorio de múltiples culturas que rebasan sus fronteras. Basta con observar, por ejemplo, a las similitudes existentes entre los indígenas pápagos de Sonora y los pimas de Arizona; así como las semejanzas entre los tzotziles de Chiapas y los Quichés de Guatemala, grupos pertenecientes a las mismas familias etnolingüísticas pero políticamente divididos en diferentes naciones. Cabe aquí la frase de Albert Camus: “ Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”
¿ cómo nos arreglamos ? Pregunta comúnmente utilizada en diversas transacciones como una invitación a proceder por la vía rápida pero poco ética de la corrupción. Es equivalente a ¿ cuánto cuesta el soborno ?
los españoles nos conquistaron. Oración en tiempo pasado referida a personas del tiempo presente. Cuando la conquista de México-Tenochtitlan ocurrió ninguno de los actuales mexicanos había nacido todavía, por lo tanto la afirmación es falsa. La frase suprime el mestizaje del cuál el mexicano es fruto, lo deja en orfandad y denota un absurdo resentimiento.
mande / mande usted. Respuesta al llamado de una persona o solicitud hecha al interlocutor para repetir algo antes dicho. Derivado del verbo mandar que manifiesta estar a la espera de las órdenes del otro, siendo una herencia del lenguaje antes utilizado entre el amo y el esclavo.
mañana. En estricto sentido es el día que seguirá al día de hoy. Sin embargo, para el mexicano, mañana puede ser cualquier día después del día de hoy, con un alto riesgo de convertirse en sinónimo de nunca. Esta palabra podrá seguirse utilizando siempre y cuando el mexicano aplique su significado correctamente.
más sin en cambio. Expresión de sintaxis incorrecta frecuentemente utilizada en sustitución de la breve y apropiada sin embargo.
no le sé decir / no sabría decirle. Respuestas que expresan desconocimiento, generalmente utilizadas con cierta vergüenza al demostrar ignorancia. Al mexicano en general le representa un esfuerzo sobrehumano decir simplemente no sé.
para servirle a usted. Respuesta al agradecimiento de alguien. Si bien el acto de ayudar o brindar un servicio es de gran valor, el sentido peyorativo de la servidumbre es un lastre psicológico del mexicano. Por otro lado, servirle a alguien en sentido textual implica ser reducido a un objeto de uso. En contraste con esta expresión, en Colombia por ejemplo, la respuesta con mucho gusto es de un notable contenido humano que no afecta a la dignidad del servidor y al contrario, la enaltece.
ratito. Diminutivo de rato, palabra que se refiere a un espacio de tiempo generalmente corto. En estricto sentido, su uso en diminutivo debería referirse a un espacio de tiempo brevísimo. Sin embargo, en la práctica para el mexicano un ratito es un espacio de tiempo indefinido que tiende al infinito.
se. Forma reflexiva del pronombre personal de tercera persona utilizado principalmente para evadir responsabilidades. Por ejemplo, es común decir se rompió, se descompuso, se embarazó, en vez de decir ustedes lo rompieron, tú lo descompusiste o yo la embaracé.
señorita. Diminutivo de señora utilizado para indicar atributos tales como virginidad o juventud, siendo el primero de ellos una ofensa para las mujeres de edad madura y el segundo un elogio hacia las mismas. La paradoja de sus interpretaciones y un alto sentido de prudencia invitan al mexicano a utilizar la expresión seño.
sí se puede. Afirmación supuestamente nacionalista originada probablemente en el ámbito del fútbol. Se expresa al descubrir con sorpresa y entusiasmo que el mexicano es tan capaz como otros para cumplir con éxito una tarea. Pretende funcionar como un fácil y trivial antídoto psicológico contra los complejos de inferioridad.
tu pobre casa. Frase sujeta comúnmente a confusiones utilizada en forma de cortesía para hacer referencia a la casa de quien usa esta expresión. Derivada de mi casa es tu casa, pero de gran complejidad al querer decir que : 1. La casa a la que se hace referencia es la casa de quien dice la frase, 2. Utilizar el pronombre posesivo tu es una forma de cortesía que comprarte la propiedad de la casa con el interlocutor, 3. El adjetivo pobre no resalta la pobreza de quien recibe la cortesía, sino del que pronuncia la frase. A fin de cuentas, las buenas intenciones del mexicano por ser amable y mostrar humildad corren el riesgo de terminar en un lamentable malentendido.
ya Dios dirá. Expresión que denota incertidumbre hacia el porvenir, que si bien es un estado universal de la condición humana en algunos casos pretende dejar en manos del Dios Padre las futuras responsabilidades de los mexicanos.
como México no hay dos. Afirmación supuestamente nacionalista que pretende resaltar la singularidad del país. Propone en forma tácita suprimir su diversidad hacia el interior. Eso que llamamos México por convención reduccionista es en realidad un territorio de múltiples culturas que rebasan sus fronteras. Basta con observar, por ejemplo, a las similitudes existentes entre los indígenas pápagos de Sonora y los pimas de Arizona; así como las semejanzas entre los tzotziles de Chiapas y los Quichés de Guatemala, grupos pertenecientes a las mismas familias etnolingüísticas pero políticamente divididos en diferentes naciones. Cabe aquí la frase de Albert Camus: “ Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”
¿ cómo nos arreglamos ? Pregunta comúnmente utilizada en diversas transacciones como una invitación a proceder por la vía rápida pero poco ética de la corrupción. Es equivalente a ¿ cuánto cuesta el soborno ?
los españoles nos conquistaron. Oración en tiempo pasado referida a personas del tiempo presente. Cuando la conquista de México-Tenochtitlan ocurrió ninguno de los actuales mexicanos había nacido todavía, por lo tanto la afirmación es falsa. La frase suprime el mestizaje del cuál el mexicano es fruto, lo deja en orfandad y denota un absurdo resentimiento.
mande / mande usted. Respuesta al llamado de una persona o solicitud hecha al interlocutor para repetir algo antes dicho. Derivado del verbo mandar que manifiesta estar a la espera de las órdenes del otro, siendo una herencia del lenguaje antes utilizado entre el amo y el esclavo.
mañana. En estricto sentido es el día que seguirá al día de hoy. Sin embargo, para el mexicano, mañana puede ser cualquier día después del día de hoy, con un alto riesgo de convertirse en sinónimo de nunca. Esta palabra podrá seguirse utilizando siempre y cuando el mexicano aplique su significado correctamente.
más sin en cambio. Expresión de sintaxis incorrecta frecuentemente utilizada en sustitución de la breve y apropiada sin embargo.
no le sé decir / no sabría decirle. Respuestas que expresan desconocimiento, generalmente utilizadas con cierta vergüenza al demostrar ignorancia. Al mexicano en general le representa un esfuerzo sobrehumano decir simplemente no sé.
para servirle a usted. Respuesta al agradecimiento de alguien. Si bien el acto de ayudar o brindar un servicio es de gran valor, el sentido peyorativo de la servidumbre es un lastre psicológico del mexicano. Por otro lado, servirle a alguien en sentido textual implica ser reducido a un objeto de uso. En contraste con esta expresión, en Colombia por ejemplo, la respuesta con mucho gusto es de un notable contenido humano que no afecta a la dignidad del servidor y al contrario, la enaltece.
ratito. Diminutivo de rato, palabra que se refiere a un espacio de tiempo generalmente corto. En estricto sentido, su uso en diminutivo debería referirse a un espacio de tiempo brevísimo. Sin embargo, en la práctica para el mexicano un ratito es un espacio de tiempo indefinido que tiende al infinito.
se. Forma reflexiva del pronombre personal de tercera persona utilizado principalmente para evadir responsabilidades. Por ejemplo, es común decir se rompió, se descompuso, se embarazó, en vez de decir ustedes lo rompieron, tú lo descompusiste o yo la embaracé.
señorita. Diminutivo de señora utilizado para indicar atributos tales como virginidad o juventud, siendo el primero de ellos una ofensa para las mujeres de edad madura y el segundo un elogio hacia las mismas. La paradoja de sus interpretaciones y un alto sentido de prudencia invitan al mexicano a utilizar la expresión seño.
sí se puede. Afirmación supuestamente nacionalista originada probablemente en el ámbito del fútbol. Se expresa al descubrir con sorpresa y entusiasmo que el mexicano es tan capaz como otros para cumplir con éxito una tarea. Pretende funcionar como un fácil y trivial antídoto psicológico contra los complejos de inferioridad.
tu pobre casa. Frase sujeta comúnmente a confusiones utilizada en forma de cortesía para hacer referencia a la casa de quien usa esta expresión. Derivada de mi casa es tu casa, pero de gran complejidad al querer decir que : 1. La casa a la que se hace referencia es la casa de quien dice la frase, 2. Utilizar el pronombre posesivo tu es una forma de cortesía que comprarte la propiedad de la casa con el interlocutor, 3. El adjetivo pobre no resalta la pobreza de quien recibe la cortesía, sino del que pronuncia la frase. A fin de cuentas, las buenas intenciones del mexicano por ser amable y mostrar humildad corren el riesgo de terminar en un lamentable malentendido.
ya Dios dirá. Expresión que denota incertidumbre hacia el porvenir, que si bien es un estado universal de la condición humana en algunos casos pretende dejar en manos del Dios Padre las futuras responsabilidades de los mexicanos.
Thursday, December 4, 2008
Sobre la lectura
Leer para ser culto es la ecuación arrogante impuesta por una sociedad esnobista y propia de un país con concepciones equivocadas de lo humano.
El fin primero y último de la lectura debe ser la búsqueda de placer. El placer es connatural a todos los seres y tiene más cercanía con el instinto que con la razón.
En ese sentido, el placer por la lectura y por otras manifestaciones artísticas es más cercano a lo dionisíaco que a lo apolíneo.
El grado de atraso en nuestra sociedad con respecto a la concepción de cultura es tal que aquellas minorías que gustan de leer y escribir son consideradas como “intelectuales”, o “ gente de alta cultura”, cuando en realidad las actividades relacionadas con la lectura son tan elementales que las aprendemos desde los primeros años de escuela.
El fin primero y último de la lectura debe ser la búsqueda de placer. El placer es connatural a todos los seres y tiene más cercanía con el instinto que con la razón.
En ese sentido, el placer por la lectura y por otras manifestaciones artísticas es más cercano a lo dionisíaco que a lo apolíneo.
El grado de atraso en nuestra sociedad con respecto a la concepción de cultura es tal que aquellas minorías que gustan de leer y escribir son consideradas como “intelectuales”, o “ gente de alta cultura”, cuando en realidad las actividades relacionadas con la lectura son tan elementales que las aprendemos desde los primeros años de escuela.
Mortal al frente

A Benito Navarro, lejano en parentesco y cercano en mi memoria.
Mi cansancio es vencido en otra batalla de la noche. Es otro despertar más, otro regreso anticipado del viaje eterno, postergado en forma temporal. Tengo aún frescos los recuerdos del sueño. En él, la yegua de la noche galopó a mi alrededor, amarrada con una cuerda a mi cuerpo y avanzando cada vez con mayor velocidad, asfixiándome hasta sentir que mis vísceras salían por los orificios nasales, por mis oídos y por mi boca. De repente, la punta de la cuerda se transformó en la cabeza de una inmensa serpiente dispuesta a morderme la garganta.
Imagino mi rostro en el mármol de Laoconte.
Las fauces del dragón emitían mil voces en un coro infernal, y entre ellas reconocí al grito doloroso de mis hermanos. Abro los ojos a la realidad, o a lo que supongo es este mundo, y recuerdo todo al ver el caos en mi cama. Al descubrirme abrazando amorosamente al espacio vacío entre mis sábanas sospecho estar vivo todavía. No tengo más dudas: es otro amanecer en esta Tierra.
Desde hace varios años el ritual de descanso dejó de ser un momento de alivio. Ahora dormir es morir en dosis pequeñas. Cada vez que trato de conciliar el sueño, siento como si realizara un macabro ensayo del último día.
Se que es la hora de seguir el canon que marca la rutina: levantarse, vencer la resistencia del cuerpo, dejar que entre la luz y el aire por la pequeña ventana del sótano que habito, bañarme, peinarme, vestirme, comer algo, lo que sea. Hacer todas las cosas en cuya búsqueda de sentido claudicaría un hombre en el crepúsculo de su vida.
Finalmente al levantarme me saluda una más de las punzantes caricias de alfiler que frecuentan al territorio de mi cuerpo. Con un movimiento calculado por la costumbre evito tropezar con las viejas sandalias de Carmen que permanecen intactas al lado de mi cama desde hace no se cuántos años, trato de no llevar la cuenta.
Puedo perder la memoria, espero no perder el olvido.
Toco el piso con estos venosos pies semejantes a las raíces descubiertas de los sabinos. Levanto la mirada, y en el gran espejo frente a mí descubro el rastro de un soldado ahora ausente. Su semblante es un eco de los sentidos aún aturdidos por los días en campaña: mirada salpicada de sangre, olor a carne viva, estruendo de escandalosa artillería, llanto de madres levantando a sus hijos destrozados por el martillo de las ideologías.
¿ Qué más ha dejado la sangre de esos días ? Sólo algunas narraciones de los vencedores. El trofeo de la victoria, a fin de cuentas, no es más que un puñado de historias que pueden contarse. Sólo eso. Por lo demás, la derrota y sus pérdidas arrastran a vencedores y a vencidos por igual.
Escucho risas. Al pie de aquel espejo me miran las caras impresas en las fotografías familiares, sonrientes como pequeños diablillos del tiempo.
¿ Es ésta la edad en que la supervivencia deja de ser un privilegio para convertirse en una carga ?, ¿ o todo esto es debido a mi condición de héroe apátrida ? Las medallas que poseo nada significan en este país al que no pertenecen mis victorias. Pero me pregunto si significarían algo mis triunfos de haber continuado a las órdenes de Villa, en vez de irme a la Gran Guerra. Dejé a la División del Centauro sin imaginar que terminaría a las órdenes de Pershing. Ironía, condimento agridulce del destino. Las risas que escuchaba se convierten ahora en carcajadas.
Volteo a ver de nuevo a las fotografías, que siguen igual que antes. Los ruidos provienen de la pequeña ventana. Dos niñas me miran desde afuera y con sus voces comparten risas y palabras en secreta complicidad. Mis sobrinas nietas me miran como quien ve a su pasado sin observarlo y después se van sin detenerse más. No está permitido por sus padres acercarse al viejo loco al que la guerra le ha robado la cordura. Después de todo su indiferencia es un eco familiar de una revolución que ha terminado fragmentada entre clases. Ni los ricos, ni los “jodidos”, ni los viejos se miran a los ojos entre sí.
Si algo tenemos en común ahora, es nuestro individualismo.
En este cuarto estrecho encuentro al fin un refugio: la mesa en la que escribo todas estas notas. Ahora que sólo soy memoria, la tinta es el néctar de una supervivencia posible. Miro las paredes y descubro un ejército organizado de hormigas que me ignora. No saben a dónde van, su función sobrepasa al entendimiento. La condición humana también se compone de impulsos vitales sin sentido aparente. Sea este acto de memoria uno más de ellos.
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